Al igual que ocurre con la ampliación del aeropuerto de Heathrow que analizamos en la anterior publicación en este blog, la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de México también ha sido conflictiva. Esta idea se planteó por primera vez en 2001. El objetivo del proyecto era sustituir el aeródromo existente, a punto de alcanzar su capacidad máxima operativa. La ubicación elegida para construir la nueva terminal fue la cuenca de Texcoco, una llanura próxima a Ciudad de México que históricamente había sido un lago, pero que tras la colonización española y las sucesivas obras y proyectos de drenaje en aquel momento era ya una llanura seca y salina.
El primer contratiempo del nuevo proyecto llegó por la propiedad de los terrenos en los que se iba a desarrollar. Aunque parte de los terrenos eran propiedad del Gobierno Federal, se preveía también ocupar tierras aledañas, propiedad de la población local y dedicadas principalmente a la agricultura. El 22 de octubre de 2001 se publicaron los decretos expropiatorios aprobados por el gobierno para hacerse con estos terrenos, que afectaban a más de 5000 hectáreas de los municipios de Texcoco, San Salvador de Atenco y Chimalhuacán.
Esta actuación, del todo sorpresiva, topó con la oposición de la población de la zona, contraria a perder sus tierras y a la baja indemnización que recibirían por ello. La movilización en contra de la construcción del aeropuerto se inició en Atenco, donde la población expropiada comenzó a organizarse y a preparar una oposición coordinada a los planes del gobierno. La batalla judicial iniciada por los sectores opositores tuvo su principal movimiento en la demanda de Controversia Constitucional (proceso para la resolución de conflictos entre poderes del Estado que puede ser promovido por la violación de la Constitución). Esta demanda se sustentaba en la falsa utilidad pública que había alegado el gobierno para hacerse con los terrenos. Se alegaba que, a pesar de que este era el fundamento de la expropiación, tal y como exige el artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el propio proyecto preveía que la financiación del aeropuerto podía llegar a ser en un 75% proveniente de capital privado, del que hasta el 49% podía ser extranjero, llegando incluso al 100% si fuera debidamente autorizado.
La lógica de la inversión en el proyecto invitaba a pensar que, si empresas privadas invertían en la construcción del aeropuerto, una vez concluido también participarían de los beneficios de su explotación. Parecía entonces complicado defender la utilidad pública que alegaba el gobierno. Tan clara era la falta de fundamento en la expropiación de los terrenos que antes incluso de que se juzgara la Controversia Constitucional el gobierno federal abrogó los decretos expropiatorios. La Audiencia Constitucional estaba citada para el 16 de agosto de 2002 y ya el 14 del mismo mes se publicó en el Diario Oficial de la Federación la cancelación del proyecto.
Pero el proyecto para construir el Nuevo Aeropuerto Internacional de México no se descartó definitivamente. Años después las autoridades mexicanas retomaron su construcción, esta vez ubicando la nueva terminal exclusivamente en terrenos pertenecientes al Estado, propietario desde 1971 de la llamada Zona Federal Lago Texcoco. Las obras se iniciaron en 2014 pero pronto volvieron a paralizarse. En 2018, con la llegada de López Obrador al poder, el nuevo gobierno organizó una consulta popular para determinar si continuar la construcción del aeropuerto o cancelarla y poner en marcha otros proyectos alternativos. Un millón de personas participaron en la consulta, menos del 1% del electorado, optando el 69,95% por rechazar la nueva terminal en Texcoco. El gobierno acabó cancelando definitivamente el proyecto alegando la voluntad de la ciudadanía, los graves impactos ambientales y sociales y un gran coste económico.
El nuevo ejecutivo también tenía planes para mejorar la operativa aérea de Ciudad de México, pero no pasaban por mantener un proyecto heredado de gobiernos anteriores. López Obrador en su carrera a la presidencia se presentó como el candidato del cambio frente al rumbo político de las últimas décadas y la corrupción. En esa estrategia no cabía apostar por un proyecto como el del Nuevo Aeropuerto Internacional de México, extremadamente caro y rodeado de múltiples polémicas. La alternativa que se propuso en la consulta popular incluía la construcción de dos pistas en la base aérea de Santa Lucia, ubicada a 45 km de la capital mexicana.
Tras la consulta, las dudas acerca de cómo se ampliaría la capacidad del Aeropuerto Internacional Ciudad de México se despejaron. En menos de tres años las obras en la antigua base aérea se han completado y el pasado 21 de marzo de 2022 comenzó a operar el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, nombrado así en honor a este militar de la revolución mexicana. A pesar de que la rapidez del desarrollo no ha permitido que surja una corriente crítica frente al proyecto, al contrario de lo que ocurrió con la terminal planteada en Texcoco, este es también controvertido.
Una de las claves para haber podido terminar el aeropuerto en menos de tres años ha sido la agilización administrativa, con flexibilización de los procedimientos y exigencias ambientales incluida. La Auditoría Superior de la Federación, órgano técnico de la Cámara de Diputados encargado de la fiscalización de los recursos públicos federales, emitió 118 recomendaciones al desempeño del proyecto, entre las que 40 estaban referidas a los efectos regionales y urbanos y 35 a los efectos ambientales. En ellas se pone de manifiesto que el proyecto carece de un análisis de viabilidad territorial, al no tener en cuenta las afecciones que produciría en la zona. Tampoco acredita la titularidad de unas 600 hectáreas necesarias para la instalación ni como se iban a adquirir otras 380, parte de las cuales terreno del parque estatal Sierra Hermosa.
En materia ambiental el proyecto también presentaba importantes lagunas. No analizaba los impactos de la nueva instalación en la fauna de la zona, especialmente en las aves como consecuencia del ruido y vuelo de las aeronaves. Tampoco preveía las afecciones por las nuevas captaciones de agua en la zona, ni concretaba como se iban a tratar las aguas residuales, o los propios residuos en general, a los que solo aludía afirmando que se respetarían las exigencias legales. Otro aspecto a tener en cuenta son los desplazamientos al nuevo aeropuerto. Por el momento no existen líneas de transporte público de gran capacidad que conecten la ciudad con la terminal, más allá de algunas líneas de bus. El resultado serán más viajes en vehículos privados, con las emisiones que ello conlleva.
En definitiva, puede afirmarse que el diseño del transporte aéreo en Ciudad de México ha sido muy deficiente. Desde que existen planes para mejorar su operatividad aérea éstos han respondido a los intereses económicos de grandes empresas y de los gobernantes de turno, que adicionalmente han buscado beneficio político. Poco han importado las verdaderas necesidades y posibilidades de la zona o las afecciones e intereses de los ciudadanos, y mucho menos el respeto al medio ambiente. El resultado han sido dos macro infraestructuras, las dos a medio construir. Una, el aeropuerto Felipe Ángeles, a la espera de sucesivas ampliaciones, la otra, el aeródromo de Texcoco, abandonada y sin una solución clara.
Pablo Carruez
Máster Universitario en Derecho Ambiental – Universitat Rovira i Virgili